Saturday, February 03, 2007
Thursday, February 01, 2007
NEXT SHOW
Sunday, January 28, 2007
WE MAKE MONEY NO ART
Friday, December 01, 2006
UN MUNDO FELIZ
Monday, November 20, 2006
WHAT EVER?
BREAD AND BUTTER
INOXIDABLE
Pop / No Pop / Neo Pop conjeturas en torno a ciertos precedentes en Chile Una actitud de cautela se cuela necesariamente aquí, en este intento de interrogar lo que podría ser, el tono que podría tener, si es que fuera pensable, el relato de una historia chilena del Pop Art. En efecto, la mera posibilidad de postular esa historia tienta a permanecer largamente acumulando precauciones. No se trata sólo de sortear con ellas los 50 años que nos separan de la aparición de este fenómeno y esquivar la dificultad que implica rastrear su presunta influencia en el espacio artístico local, a partir de un archivo de obras precariamente registradas. Se trata de no quedar impávido ante la alteridad radical de los contextos de producción, que podría terminar provocando una estruendosa diferencia entre lo que significaría esa corta palabra –pop- considerada históricamente y desplazada como un punto sobre el mapa, de norte a sur. Es cierto que los fenómenos artísticos, desde siempre y no sólo ahora por efecto de su simultaneidad o ubicuidad, dan cuenta de líneas de trabajo, problemas, pulsiones, que al extremo tienen una pregunta que es global y nos incumbe a todos. Sin embargo, es cierto también que estas cuestiones irrumpen en un lugar, a una hora precisa, y eso determina su “localización”. La situación de un fenómeno de arte no es –no lo fue en el pasado especialmente- un detalle; es parte de su contextura. Y esto parece especialmente refrendado en el caso del arte pop, que se encuentra ligado a la trama ideológica posbélica y al estado de desarrollo industrial y económico alcanzado por ciertas democracias capitalistas a mediados del siglo XX, a través de una circuitería tan compleja, que todo desenchufe de ese contexto amenaza con una caída general de sistema. La compleja relación entre la emergencia del pop y los fenómenos señalados, lo es también con las condiciones de producción y circulación de las mercancías en esos contextos de origen. Mucho de lo que el pop fue, sabemos, se explica por lo que fue y sigue siendo la gran fascinación por ese espacio social en que los objetos relucen -el mercado- y por el conjunto de prácticas asociadas a la ideología del confort, tan propias de las sociedades en las que prosperó desde su origen el signo capitalista, aun cuando haya sido para espetar ante ellas una lectura paródica o provocadora. Podrá decirse infinitamente más sobre este punto, referido a las variables sociológicas que confluyeron decisivamente en la emergencia del pop clásico. Pero éste obedece igualmente a potentes coordenadas que ordenan la trama histórica del arte occidental del siglo XX. Su desarrollo entronca con un replanteamiento radical de la situación del arte “en sociedad”, que comenzó a gestarse durante las primeras décadas del siglo, bajo la acción corrosiva del movimiento dada y particularmente a partir de la estrategia anestética de Duchamp. Cualquiera sea el análisis que se haga acerca de los efectos de estas prácticas reactivas a la institución del arte, es difícil no coincidir en que ellas constituyen un hito demarcatorio: señalan un antes y un después. Todos los emplazamientos a la tradición pictórica y sus temas; a los mecanismos de circulación y consumo de arte, al lugar que ocupa el artista en la sociedad, al sentido de la originalidad y del gusto, son herederos de estos movimientos reactivos (entre los cuales habría que incluir cierta faceta del surrealismo) que ocasionaron la quebrazón y caída definitiva del modelo de arte “aurático”. El ingreso en el espacio privado del arte de los objetos, materiales y operaciones que rodean y determinan el amplio territorio de la vida, derivado de ese rompimiento, terminó por generar un cambio de costumbres en el territorio invadido. La descontextutualización general producida acabó siendo, no la de los objetos comunes transplantados a un contexto de arte, sino la del arte tradicional en medio de los objetos comunes, asumidos como territorio de acción estética. De modo que en el movimiento pop de conocida raíz norteamericana e inglesa, convergen al menos dos fuerzas que es necesario tener en cuenta al momento de conjeturar otros episodios, otras derivaciones de su historia. Por un lado su ánimo paródico, instrumentalizador, plagiario, pero acoplado, al fin y al cabo, a la modernidad industrial, que se asocia a la cultura capitalista y al desarrollo del mercado y del consumo. Por otro, su condición de hijo desenfadado de esta corriente subversiva, política en el más denso sentido, que sacudió el piso del arte en occidente. Se trata de dos fuerzas en cierto modo contradictorias, que se enfrentan, generando un fenómeno híbrido, tornasolado, mixto. Mezcla de decantación capitalista y revolución en el arte, el fenómeno pop nos pone en buen aprieto al momento de rastrear o tramar su presunta existencia en un territorio del tercer mundo. Sin embargo, su misma hibridez nos compromete. Su misma condición espuria nos da una pista para conjeturarlo, aun cuando sea en forma poco definida, entre nosotros. La relación de las sociedades del “tercer mundo” o “en desarrollo”, como se las nombra desde la certeza del modelo que las clasifica, con una concepción de progreso basado en el capital y la industria como la que supone de fondo el ánimo pop es, cuando menos, joven. Las variables que, en el caso de Sudamérica, determinan tal juventud tienen que ver con el origen colonial de nuestras culturas y no hay mucho misterio que resolver al respecto, aunque sí mucho que decir y comprender respecto del modo cómo esta cuestión repercute sobre la producción cultural y artística. La relación con la tecnología es un aspecto de la gran infamiliaridad en que se desarrollaron, haciendo de lo extraño lo propio, las culturas coloniales. El modelo de producción industrial, cuya historia coincide con la de la civilización occidental cuando no está en el centro de ella, sólo puede haber sido traspasado al mundo colonizado, hasta entonces no occidental, por medio de un traumático y abrupto resumen. En muchos casos, como su sugiere Ronald Kay en su ensayo El espacio de acá[1] respecto de la técnica fotográfica, la mediación del aparato técnico se instaló en estas comunidades de un modo ruptural, como un repertorio de soluciones que antecedió a las necesidades mismas, y de las que éstas, curiosamente, surgieron a posteriori. De modo que lo que en las sociedades del primer mundo constituyó y sigue constituyendo un progresivo y demorado acercamiento a la tecnificación de funciones, se ha dado, en nuestro medio, como un abrir y cerrar de ojos a la extrañeza[2]. Si la infamiliaridad ha marcado la relación de la subjetividad tercermundista con los aparatos y los procedimientos que sostienen el modelo de producción industrial, el impacto que sobre ella ha tenido tal modelo ha sido enfático y prácticamente ilimitado. No sólo porque él configura el modo actual de la dinámica de producción global, sino porque sus efectos en lo que concierne a la circulación de mercancías se han expresado también globalmente. La prueba es que toda mercancía emanada de él, no obstante las muy diversas opciones al consumo, se encuentra hoy día a la mano y a la vista de casi la totalidad del mundo. En nuestras sociedades, lo que realmente ha podido ampliarse en un corto tramo histórico es la dimensión simbólica del mercado: su capacidad de organizar y regir necesidades y relaciones. Como contraparte, en el caso de muchas historias locales entre las que habría que incluir la nuestra –chilena- el proceso que ha mediado hacia la instalación del modelo neoliberal, en el que mercado domina y prospera, ha derivado en una contienda cívica con desenlaces dolorosos y traumáticos. Todo esto apunta sumariamente a considerar cómo los factores sociales que fueron cómplices de la producción de arte pop en Estados Unidos e Inglaterra –por ejemplo, la confianza social en la democracia capitalista e industrial que se sostuvo durante los dorados años económicos de la postguerra- se enfrentan a un notable desarreglo cuando se trata de acomodarlos a nuestras realidades, (que fueron justamente estigmatizadas, durante el transcurso de la guerra fría, bajo la designación de “tercer mundo”). Por una cuestión lógica, el sentido del humor, visible en especial entre los artistas pop norteamericanos, queda aquí fuera de contexto, a no ser que se lo asuma como humor negro. El ánimo festivo, paródico o provocador de éstos, su estrategia de consumir y consumar el arte histórico, de replicar procesos industriales, de remedar las fórmulas de los medios de comunicación de masas, adquiere otro matiz en sociedades en las que la producción industrial se desarrolla generalmente escindida de los procesos culturales, en las que el arte histórico occidental no puede sino ser abordado como pastiche y en las cuales los medios de comunicación informan a las masas la actualidad de su condición “tercera”. Para muchos analistas simplemente no puede hablarse de una producción pop en contextos de “subdesarrollo”. De modo que la primera pregunta posible en esta revisión conjetural es acerca de qué pop hablamos cuando hablamos de pop en el llamado tercer mundo y si, tomadas las debidas precauciones sobre su posible declinación local, tenemos todavía algún objeto entre manos. Como horizonte de una consideración más amplia y tal vez, más acertada, si lo que nos proponemos en realidad es considerar los antecedentes históricos o fenómenos diseminados que podrían asociarse, en su evolución, con la producción que hoy postulan los cuatro artistas reunidos por el proyecto Inoxidable, se asoma un factor que parece cruzar transversalmente, durante la época de gestación del pop, aunque con variada intensidad y efecto, a sociedades de distinto signo. Este factor tiene que ver con la desconcentración de las opciones al consumo de bienes culturales, el crecimiento de las ciudades, el desarrollo de los códigos de comunicación de masas y los mayores accesos a la educación, la información y la consiguiente ideologización de las personas. Todo ello refiere, en definitiva, a la progresiva deflación del modelo cultural de las elites y el ascenso simbólico de la cultura de masas. La urbe: otro paisaje Desde mediados de la década del 50 el campo plástico chileno comienza a ser interpelado por una voz que no se había dejado sentir antes en su ámbito. El sistema artístico asume de modo incipiente emplazamientos y cuestiones que no provienen de las elites culturales conservadoras, sino de un cuerpo social más extenso y heterogéneo, que ha comenzado a perfilarse y a autocomprenderse –por efecto de la activación ideológica- como un motor responsable del movimiento de la historia. Un incremento global de la dimensión cívico-ideológica de la vida parece advenir con la postguerra y la polarización política mundial, que fue el tópico de los años 50 y 60. Todo está cruzado por las opciones ideológicas y los sujetos se sienten naturalmente instados a exhibir una posición, como condición de ciudadanía. En Chile, mientras la generación literaria del 50 expresa, al menos en calidad de manifiesto, su independencia de las empresas colectivas y se suma a un estado “universal” de decepción[3], las artes visuales parecen ensayar en cambio sus primeras sinapsis con las células de un mundo social urbano que comienza a manifestarse como objeto de interés, como campo de investigación. Puede estimarse que hasta más o menos las primeras décadas del siglo XX, cuando una primera modernización emprendida por la generación del 13 o el grupo Montparnasse opera un moderado y relativo recambio en las técnicas y temas tradicionales de la pintura, el modelo visual del arte chileno es prioritariamente el paisaje natural o el interior intimista. El espacio urbano y los indicios de su trama social sólo son abordados a través de una proyección de la lógica compositiva del paisaje, que no alcanza a cubrir, por que no se lo propone, la complejidad cultural de la ciudad. Tal vez obras como las primeras de Nemesio Antúnez, aquellas multitudes vistas a través de una ventana, realizadas en Nueva York y que fueron difundidas en Chile con su retorno a mediados de 50, pueden exponer el tipo de sensibilidad que mediaba –desoladora, existencialista, en su caso- hacia una representación histórica de la ciudad y sus habitantes. A partir de los años 60 la urbe no puede más seguir siendo objeto una mirada tributaria del modelo paisajístico, en gran medida porque su realidad extenúa tal modelo de lectura. Se ha producido un importante crecimiento urbano, por la inmigración rural y la ampliación de la clase media, en la que han cifrado sus expectativas los proyectos populares de la primera mitad del siglo XX. La composición social ha comenzado a transformarse estructuralmente por efecto de una mayor profesionalización, por el desarrollo incipiente de la industria y el reordenamiento de las fuerzas productivas tradicionales, que culminará en un dramático proceso de reforma agraria. La concentración urbana y los mayores niveles de acceso a la educación han acelerado el uso y desarrollo de los códigos de comunicación de masas, cuestión que ha sido notoriamente estimulada por el inicio de las transmisiones televisivas y la incorporación del offset como tecnología de impresión. Mezcla de gráficas políticas que registran el agitado escenario ideológico, imágenes de actualidad, mercancías y diseños publicitarios en cuya producción convergen técnicas artesanales y mecánicas, la ciudad es una mundo de signos cuya plasticidad comienza a revelarse por sí misma, al margen –podría especularse- de la atención que por ella ha manifestado el ojo de la representación artística. Esta urbe que se desborda con efectos políticos, entra a cuadro en ciertas obras de artistas chilenos que representan la vanguardia, durante la década de los 60. A diferencia de los abstraccionismos que precedieron la aparición del fenómeno pop en Estados Unidos, la corriente informalista chilena, en la que pesan otras influencias, parece desarrollarse en una dirección más naturalmente vinculada con la escena de la calle, al albergar dentro de su lógica de trazos, gestos y manchas, destellos de la vida urbana, como rayados callejeros e imágenes reproducidas por los medios de comunicación[4]. “La materia y su fluidez viva, el encuentro con los muros y las calles (...) se compartía apasionadamente con la noticia internacional, con la fotografía, documento y estímulo del signo, soporte, a veces, de la acción informal”, ha relatado retrospectivamente Alberto Pérez, exponiendo la aspiración testimonial de quienes conformaban el Grupo Signo. “Queríamos registrar la vida, producirla, multiplicarla. La palabra arte llegó a molestarnos, sobre todo en lo que ella evocaba la magistratura formal”[5]. Este repudio al enclaustramiento académico y el derivado asomo de datos específicos de realidad en las obras de Signo, puede ser leída como la metáfora de un naufragio: el naufragio del modelo de la tradición académico-naturalista, que deja flotando sobre un mar de materia pictórica, pedazos concretos de vida. Los vínculos con la ciudad y con el mundo cívico, que es, cualquiera sea su nivel de desarrollo, la relación con un mundo cultural desmonopolizado y abierto a corriente variadas, produce sin duda una transformación en los objetos de interés del arte. Una de las vías por las que transita el cuestionamiento al modelo de representación mimética es justamente el afán de no-representación o de una representación no limitada por los sesgos de la “formación artística”, sino que emparentada con los recursos de un lugar común y colectivo, al que buscan aproximarse los jóvenes alumnos del taller de José Balmes. “Habíamos dejado la representación e iniciábamos la búsqueda de un trabajo de arte basado en la representación del real”, rememora Fancisco Brugnoli, explicando en particular los pasos que conducían su trabajo y el de Virginia Errázuriz a principios de los 60. “Decíamos que la realidad en la representación es mediatizada por el que representa: que los recursos de la representación, el famoso “oficio”, impedían la percepción de las cosas: nos interesaba el dibujo como concepto y no como gimnasia de la mano y/o artesanía. Simultáneamente vimos en las manifestaciones de arte popular presencia de una vida que no encontrábamos en las exposiciones en general, lo consideramos denotante de un paisaje necesario de contactar (...)”[6]. La “figura”, desplazada por los abstraccionismos (especialmente por el de matriz geométrica) recobra valor a mediados de los 60 en este ámbito de producción que no busca ya la mimesis, sino un principio de “presentación” de lo real. De allí que el reportaje y la crónica fotográfica de prensa se tornen materiales apreciados o modelos constructivos, como también ciertos datos que provienen de los espacios de producción y transacción popular. Sólo desde un punto de arranque figurativo se hace pensable el desplazamiento hacia una materialidad que extrema el deseo de realismo y que caracterizará las nuevas exploraciones: la materialidad del objeto. Objeto y desecho como juicios de realidad Durante la década del 60, la presencia del objeto en la producción de arte parece sobrepujar distintas fronteras; una de las cuales tiene que ver con las que definen el género escultórico. Ejemplo de esto son las Esculturas efímeras[7], que a mediados de la década expone Hugo Marín y cuyo peso semántico reposa en el material empleado en ellas -el adobe- que si bien es usado para modelar figura humana, remite a la vivienda rural chilena y permite enunciar oblicuamente los problemas de precariedad y retraso que caracterizan al habitat local. ¿Exactamente, qué hace a los hogares modernos tan diferentes, tan divertidos?, que es la pregunta que la obra del inglés Richard Hamilton responde en 1956 con un paródico fotocollage, en el que figuran, comprimidos en una estridente composición, todos los íconos de la cultura del consumo y de la consumación, comienza a tomar también alguna forma en el espacio mental local, aunque a partir de otros humores. Los ambientes domésticos y la trama de accesorios para la vida, que materializan una simbología del status y la profesión ideológica, y que seducen a muchos de los pop (como Wesselmann, Oldenburg, Rosenquist, Lichtenstein, Warhol, Ramos, Escobar y otros tantos), se presentan para los artistas locales que se inician en esta vía del “realismo” como espacios de fragilidad, intemperie y deseos precariamente satisfechos. Curiosamente, el recurso pop a la materialidad de los objetos básicos o funcionales, resulta oblicuamente referido y tal vez invertido en su sentido, en contacto con una realidad que lo somete a otros rigores. Aparecen ciertamente pedazos de utensilios, envases de alimentos, piezas de motores o electrodomésticos como partes de una colección de artículos principalmente reciclados o que asumen otras funcionalidades, en la medida en que se los ensambla, con un ingenio que imita al que domina en los contextos domésticos populares, en los trabajos experimentales de arte. Entre las primeras obras de Virginia Errázuriz, por ejemplo, se registra un viejo soporte de cholguán pintado, sobre el cual se hallan adheridas cajas de huevo, tapones eléctricos, cable, un interruptor, una ampolleta y una mariposa recortada en papel lustre, en una composición que lleva a evocar los métodos constructivos que derivan de las actividades de cartoneo y reciclaje[8]. En 1965 se realizó en Santiago la V Feria de Artes Plásticas en el Parque Forestal. Allí se presentaron algunos trabajos que dieron oportunidad a la prensa sensacionalista para hablar sin complejos de “el estreno del arte pop en Chile”. Entre estas obras -reunidas en el stand del colectivo de arte denominado Los Diablos[9]- estaban los primeros “pegoteados” de Francisco Brugnoli, collages en los que, según la descripción de Ivelic y Galaz, “convivían mamelucos pegados, textos impresos, fotografías de niños pobres, trozos de diarios y otros objetos difíciles de clasificar, pero con la misma característica: eran desperdicios”[10]. La presentación de este colectivo, conformado además por Virginia Errázuriz, María Eugenia Ugarte, Agustín Olavarría y Félix Maluenda, generó uno de los tantos pequeños –y estrechos- escándalos de la historia del arte chileno. Varios trabajos fueron retiradas de la feria, por presiones del público y de otros expositores. Una reacción por la que se hacía presente el malestar del espectador pasivo, ante el ingreso de una materialidad que no consigue traspasar su aparato de lectura del arte y que sólo décadas más tarde, habida cuenta del desarrollo e influencia del povera, se le hará tal vez aceptable: la materialidad del desecho. En 1971, Brugnoli abunda sobre su estrategia de pegoteados en una serie de trabajos más sistemáticamente orientada a referenciar lo marginal. La serie tiene como objeto central un mameluco obrero, emplazado contra algunos fondos de zinc y cajas de huevo que aluden a la vivienda básica. Moldeada con aglutinante para emular los volúmenes del cuerpo humano, revestido con pintura (dorada o plateada en algunos casos), pero completamente hueca, la ropa de trabajo no hace más que señalar al hombre que se ausenta por medio de ella. Una de las ambientaciones presentadas en esa muestra –“Reportaje”- reproduce el ambiente interior de un vivienda precaria. Aunque el desarrollo del pop no está cerca de ser, según lo ha advertido el propio artista, una influencia que pese sobre las operaciones que ejecuta en ese momento, es difícil no hacer al menos una relación de contraste entre ese interior con piso de tablas, frágil silla con personaje frente al brasero y fondo mural en el que se superponen fotografías de mujeres, tal vez de heroínas de teleseries, con la imagen de la Virgen del Carmen (“patrona de Chile”), el banderín de Colo-Colo, y un paisaje marino de factura kitsch, con las exhibiciones de ambientes tan propias del período de esplendor del pop clásico, como lo fue, por ejemplo, Four Environments by New, montada por Oldenburg en 1964, en Nueva York, uno de cuyos ambientes era un dormitorio, con accesorios de mármol en rabioso turquesa, piel sintética de cebra en el sofá, sábanas de vinilo blanco y cobertores de plástico acolchado sobre la cama, y cuadro mural de estilo abstracto estampado industrialmente sobre una tela común. Dos maneras de concebir el espacio residencial cruzado por datos contextuales, referencias culturales y preocupaciones antitéticas. Una visión analítica de lo social anima evidentemente estos trabajos, entre los que se puede mencionar también más de una obra de los precursores de Signo. A fines de los años 60, por ejemplo, Alberto Pérez trabaja sobre superficies que reproducen el concepto de tabique de mediagua, armado con tablas irregulares, precariamente unidas entre sí y atravesadas por huellas de balas, en cuyos intersticios instala imágenes fotográficas alusivas a la manifestación popular en las calles. Si se suscribe la tesis de Lawrence Alloway –a quien suele atribuirse, junto a Reyner Banham, la autoría del concepto “pop” en Inglaterra- en torno a la ausencia de un factor decididamente crítico en el punto de arranque del movimiento británico[11], habría que reconocer, en cambio, en la actitud de los artistas locales que elaboraron una comprensión del objeto a partir de un contexto de consumo material y cultural tercermundista, la aspiración de configurar un realismo crítico, opinante, contingente, deliberadamente político. Fue este realismo el que quiso exponer, en 1971, en plena marcha de la política cultural del gobierno socialista, la muestra Imagen del Hombre, organizada por el Instituto de Arte Latinoamericano de la Universidad de Chile. Como presentación de los trabajos de Víctor Hugo Núñez, Brugnoli, Hugo Marín, Mónica Bunster, Carlos Peters y otros incluidos en esa muestra, el historiado y crítico Miguel Rojas Mix elaboró un discurso decidido a establecer una distancia entre las tendencias neofigurativas norteamericanas, enfiladas bajo la designación de Pop Art, y la imagen del hombre trabajada bajo los apremios y en virtud de las voluntades del contexto cultural local. “La mayor diferencia es el carácter “banal” del arte pop” -dijo Rojas en ese catálogo. “La banalidad” es su nota más señalada. Los nuestros (nuestros artistas) por el contrario buscan casi siempre ser trascendentes. Nuestro mundo todavía no ha superado los problemas de su infraestructura. Entre nosotros, la influencia de la intención está casi siempre presente en la representación de lo humano”[12]. Miradas con la perspectiva de más de treinta años, esas palabras no pueden sino integrarse a la trama de síntomas por los que se reconoce, hoy día, ese diálogo inestable, imaginario tal vez, cruzado por los datos de un contexto político radicalizado, entre las operaciones y motivos del pop y las nuevas tendencias realistas surgidas en Chile hacia mediados de los 60. Cuando, a partir de la instalación de un eje domiciliario en la Sala Gasco, nos encontramos otra vez enfrentados a una estrategia de representación que explora los códigos simbólicos que atraviesan los modos de habitar, podemos preguntarnos, sin embargo, hasta qué punto no son aquellas prácticas de asedio a los objetos y su sistema las que se rehabilitan, en un contexto totalmente transformado, como metodologías de una investigación que, leyendo en la base material que ofrece la infraestructura doméstica, moviliza otra vez un discurso sino trascendente, como lo pensaba Rojas Mix, al menos dirigido hacia marcos superestructurales. Camuflados en la aparentemente inocua sintaxis funcional y decorativa de un living y una cocina, que hablan ahora de remozados estándares culturales y materiales, los artistas de Inoxidable parecen redisponer el ambiente residencial para que en él exponga su deriva, su neoretórica, la ideología. La proto-cultura visual de masas: otro horizonte conjetural. Escindida de una ficción lisa y llanamente pop, la producción de arte local puede ser puesta, sin forzamientos, al tamiz de otras consideraciones, que, a partir de una observación más amplia, puedan emplazarla a decir algo acerca del modo o el grado en que ha incidido en la construcción de un registro visual de carácter colectivo. Tal historia es todavía borrosa, y dudosa. No se haya escrita, aunque algunas pistas en su dirección pueden hallarse en estudios que ensayan un relato acerca del origen y desarrollo histórico de las inicialmente llamadas artes aplicadas -como el diseño gráfico, publicitario y editorial- al alero de las Bellas Artes. Inicialmente es claro que el despegue de aquella cultura de dominio masivo que toma esta nueva conjetura por presupuesto, es un fenómeno particularmente reciente en Chile, en cuya sociedad ha imperado por largo tiempo un alto nivel de concentración de las posibilidades de acceso e intervención cultural. “Puede decirse que casi en todos los frentes de la cultura la sociedad chilena estuvo caracterizada –hasta bien avanzado el siglo XX- por formas excluyentes de distribución de los capitales simbólicos”, observa José J. Brunner, para quien “las modalidades estamentales, aristocratizantes y elitistas de participación”, han predominado en la cultura chilena, otorgándole “su tono inconfundiblemente patricio, clasista, patrimonial y de entrecejo fruncido”[13]. Sólo en las últimas dos décadas, añade, como resultado del rápido crecimiento económico, el aumento (aunque desigual) de los niveles de bienestar, la revolución digital y el aumento en intensidad de los efectos de la globalización, ese entrecejo fruncido ha comenzado a relajarse, mientras emerge en el país “una cultura estructurada en torno a múltiples y diferenciados puntos de acceso y con variados circuitos de consumo simbólico”. Su puede presumir, además, que ese colectivo difuso denominado “masa”, uno entre los variados productos de las relaciones de producción industrial del capitalismo tardío, no fue en Chile sino una vaga moción hasta mediados del 70, cuando tal sistema logró emplazarse sin restricciones. Fueron con seguridad las políticas económicas, culturales y comunicacionales de la dictadura y el desarrollo de estrategias mediáticas en el período de despegue neoliberal, las que hicieron emerger en Chile propiamente una “masa”, caracterizada por Marchan Fiz, en su estudio analítico sobre el pop, como “un tipo microsociológico de mínima intensidad de fusión”, “débil y afecta a las manifestaciones superficiales de las relaciones del individuo con la sociedad”[14]. Pero aún cuando en Chile la posibilidad de una dinámica de producción y recepción que responda a lo que suele denominarse “cultura de masas” no se haga sino pensable a partir de fenómenos relativamente recientes, el proceso que desordena el modelo cultural elítico en el dominio de las “bellas artes”, tiene ya cierta historia. La creación de la Escuela de Artes Aplicadas, a principios de la década del 30, después de un virtual y momentáneo cierre de la Escuela de Bellas Artes, es un episodio singular, preciso, de esa historia. En él parece subyacer la puesta en marcha de una política antioligárquica, destinada a neutralizar el imperio del arte por el arte. El objetivo de ese proyecto, era formar un estamento que pudiera profesionalizar la producción de objetos, la edición artística, el diseño gráfico de propaganda y la publicidad comercial, proponiendo una base moderna, aunque al parecer nunca llegó a consolidarla, para la vieja enseñanza de Artes y Oficios. Fue en esa escuela donde se desarrolló el arte gráfico como disciplina, antes de que en la década del 60 las universidades abrieran carreras específicas para ello, si bien ciertos precedentes, como el diseño de carteles publicitarios y propagandísticos, se habían registrado durante las primeras décadas del siglo, en el taller de algunos artistas como Camilo Mori, Otto Georgi o Isaías Cebezón. Fue en ella donde se procesaron medianamente, hasta donde se hace visible en algunas producciones que se asocian a su enseñanza, las influencias de estéticas de vanguardia como la Bauhaus, el constructivismo o el futurismo, cuya incidencia transformó el carácter marcadamente modernista de la producción gráfica de fines del siglo XIX y principios del XX. Fueron egresados de sus cátedras, como Santiago Nattino, Carlos Sagredo, Waldo González, José Messina, Francisco Moreno, Vicente Larrea y Domingo Baño, entre otros, quienes contribuyeron a la transformación del diseño gráfico, editorial y publicitario hasta el segundo tercio del siglo XX. Sin embargo, según se puede constatar revisando la recientemente escrita Historia del diseño gráfico en Chile[15], de Pedro Alvarez Caselli –y es esta la cuestión que interesa destacar aquí-, no fue sino en el espacio abierto por las cases editoriales, las revistas ilustradas, los diarios, las incipientes agencias publicitarias chilenas y las trasnacionales[16] que se instalaron en el país en la década del 60, es decir, en el espacio abierto por las instancias que pudieron aportar un conocimiento actualizado de las nuevas tecnologías de la creciente industria gráfica, donde se fortaleció la posibilidad, mediada por intereses comerciales sino políticos, de producir e instalar una gama tipográfica, gráfica e icónica capaz de hacerse reconocer como suya por el amplio ojo colectivo. Muchas de las escuelas de diseño y edición fueron, en realidad, grandes editoriales como Zig-Zag o Lord Cochrane. Aunque en ellas tuvieron un lugar de privilegio ilustradores con talla de artistas –piénsese en Coré, por ejemplo- también abundaban en estas “escuelas”, dibujantes y diseñadores autodidactos que operaban adaptando o modificando referencias obtenidas de publicaciones norteamericanas o europeas, tarea en la que comprometían sus conocimientos técnicos, su ingenio y su idiosincracia. Por otra parte y ante la necesidad de asegurar la instalación de marcas o la penetración de las campañas propagandísticas, los diseñadores académicamente formados, tanto como los otros, apelaban a “motivos” que no debían su origen a ninguna tradición gráfica ni estética contemporánea y que se vinculaban, más bien, a viejos patrones replicados a lo largo de la historia de la impresión en Chile, como ocurrió por ejemplo, según el estudio de Alvarez Casseli, con los motivos de la montaña, el copihue o el cóndor (en el cual haya sus fuentes un dibujo tan decisivo como el de Condorito) y otros iconos provenientes de la simbología cívica, patriótica o floclórica. Si bien el influjo de las corrientes plásticas internacionales, como el constructivismo el neoplasticismo, la Bauhaus, el arte abstracto o el pop incidieron sobre los estilos de la publicidad, de las revistas ilustradas y los libros, es claro que fueron materiales provenientes de una cultura popular, marcada por imágenes derivadas de vetustas herencias impresas y de una difusa e intuitiva transferencia de modelos europeos primero y norteamericanos después, las que dominaron el ámbito de producción de medios y mensajes dirigidos a una amplia población. De esa híbrida producción gráfica nace una gama de imágenes, soterradamente atravesada por las pulsiones de la idiosincracia, que comienza mucho más tarde, tal vez hoy día, a aparecer como una curiosa reserva visual para la exploración del arte chileno, determinado de igual manera por una tradición difusa. En un sentimental artículo sobre Coré, (durante varios años ilustrador El Peneca, revista infantil que llegó a vender ciento ochenta mil ejemplares hacia 1940), a propósito de una retrospectiva de su obra montada un en 1985, en una galería de arte, decía Enrique Lihn: “Muchos de los niños de entonces, estoy seguro, al ver ahora los dibujos de Coré, recuperaremos un “entonces”, igualmente imaginario, en que se ilustren mutuamente esos dibujos y nuestra memoria”[17]. La memoria que se ilustra con esos dibujos, con esos colores abatidos o con el trazo luminoso de viejos carteles urbanos, con motivos publicitarios que atravesaron sentimentalmente el campo visual, colectivo, amplio, local -memoria a la que Gonzalo Díaz dio densidad crítica en La historia sentimental de la pintura chilena- activa también la presencia de enigmáticos discursos, escondidos bajo una cáscara editorial, comercial, que los dejaron aparentemente restringidos a su funcionalidad. En contraste con el archivo de imágenes contemporáneas, universales, que hoy reconocemos como estandartes del sistema económico global y de una cultura de masas transnacional, esa otra memoria, que comparece también en la residencia Neopop de Sala Gasco, parece en cambio cargada de residuos ideológicos, figuras retóricas y transferencias culturales truncas, que hablan también de la trama fina de una cultura visual de masas extenuada, pero que se hace todavía legible para el ojo colectivo. La perspectiva temporal que hoy hace obsoletos estos materiales, permite también leer alegóricamente en ellos, conjeturando las políticas editoriales que han dominado la construcción local de lo popular, de lo masivo, de lo privado, de lo doméstico. Políticas y materiales que pueden aportar una pista excéntrica y necesaria, una pieza de inéditos rendimientos al relato que intenta construir críticamente la tradición artística visual chilena. [1] El espacio de acá. Señales para una mirada americana. Ronald Kay. Editores Asociados, Santiago, 1980. [2] Es lo que ha llevado a distintos analistas de la modernidad Latinoamericana, como Octavio Paz, Carlos Fuentes, Néstor García-Canclini, José Joaquín Brunner, a cuestionar el estatuto de tal modernidad, en los términos de una internalización discontinua e incompleta. Remito la referencia de dicha discusión teórica al capítulo “América Latina, en la encrucijada de la modernidad”, en Cartografías de la modernidad, J.J Brunner, Dolmen Ediciones, Santiago, sin año. [3] De acuerdo a la interpretación de autores como Fernando Alegría, José Promis, Eduardo Godoy Gallardo -que parece derivar de la afirmación vertida en esa suerte de manifiesto generacional que es el prólogo de Enrique Lafourcade a la Antología del cuento chileno nuevo- el grupo de narradores inscritos bajo este deslinde generacional se distinguía por una marcada orientación hacia lo individual, consonante con la percepción de una situación histórica terminal (y de un mundo que, en la práctica, podía efectivamente sucumbir bajo el bombardeo atómico). El mundo que se desploma entonces ante estos autores -dice José Promis- no es “el de una clase social (...), ni una forma política, ni un estado histórico particular y limitable nacionalmente, es un momento de la existencia humana que llega a su fin, dejando a su paso el producto vacío de lo que ya no existe”. La novela chilena actual. José Promis. Fernando García Cambeiro. Buenos Aires, 1977, p.152. [4] Piénsese particularmente en las obras de José Balmes producidas a mediados de los 60. La serie de Santo Domingo, por ejemplo, no sólo da lugar prominente a materiales provenientes de la prensa escrita, documentos fotográficos y estilos caligráficos que identifican el rayado de muros, sino que incorporan radicalmente la presencia del acontecimiento actual: el ingreso de los marines norteamericanos a Santo Domingo. [5] Catálogo Balmes 1962-1984. Mirada pública. Pinturas-Dibujos. Instituto Chileno Francés de Cultura. Santiago, julio de 1984. [6] Catálogo PAISAJE/BRUGNOLI/ERRAZURIZ. Galería Sur, septiembre 1983. [7] Instituto Marc Buchs, 1967. [8] 1964, muestra de alumnos del Taller de Balmes. [9] Tomaban su nombre de una agrupación más amplia, referente político para cultura de izquierda de la época. [10] Chile, Arte Actual. Milan Ivelic y Gaspar Galaz. Ediciones Universitarias de Valparaíso, Valparaíso, 1988. P. 165 [11] “El desarrollo del por art británico”. En El Pop-Art. Lucy Lippard. Ediciones Destino, Barcelona 1993. P. 27-66. [12] La imagen del hombre. Muestra de escultura neofigurativa chilena. Separata de Anales de la Universidad de Chile, abril-junio, 1971. [13] Chile: ecología social del cambio cultural. Santiago, julio 2005. Publicado en: mt.educarchile.cl/archives/Consumo%20cultural_2005.pdf [14]“El “pop”. Arte de la imagen popular”. En Del arte objetual al arte del concepto. Simon Marchan Fiz. Akal. Madrid, 1997. Pág. 32 [15] HDGCH. Historia del diseño gráfico en Chile. Escuela de Diseño. Fac. de Arquitectura, Diseño y Estudios Urbanos. PUC. Santiago, 2004 [16] Como Walter Thompson y Mc Cann Erickson. [17] El retorno de Coré. Catálogo. Galería Visuala, Santiago de Chile, 1985.
Sunday, July 23, 2006
MUSICA PARA NIÑOS
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